“Ustedes son dioses; son todos hijos del Altísimo. Pero morirán como simples mortales y caerán como cualquier otro gobernante”.
Salmo 82
Cada vez que veo un filme francés me quedo con una dual sensación: de felicidad y tristeza. Felicidad, porque este es el cine que más disfruto, y tristeza porque hace muchos años me prometí estudiar el idioma para poder verlo sin subtítulos, y todavía me lo debo.
Y precisamente hoy, esta sensación se me ha triplicado.
Una restricción emocional colectiva de gran pureza logró captar mi mayor atención, en tanto que los ocho hombres respiran una superlativa religiosidad por donde se les mire. Casi que dan ganas de ir a confesarse con cualquiera de ellos.
Y es en Christian donde la historia refleja su mayor eco, quien se confirma como la mayor acepción de la fe. Ha sido el elegido para representar a sus colegas y realiza todo lo que un excelente líder debe: no despotrica ante la posición que se le ha brindado de manera unánime, protegiendo –inclusive con su propia vida- a sus “subalternos”, les deja decidir sobre su futuro, de manera simultánea los acompaña libremente en sus decisiones.
Mi mayor júbilo lo obtuve en la cena donde la pieza musical de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky hace su presencia, casi, casi que pensé que Natalie Portman iba a saltar encima de la mesa para alegrarles un poco la existencia ante un performance, a pesar de que estas ilusiones se me extraviaron, afirmo que esta escena sino hará soltar una cuantas lágrimas, por lo menos desarrollará un grave nudo en la garganta.
Muy a pesar de las limitadas locaciones, entre cánticos y posibles resquebrajamientos de la fe, este filme señala cuestionamientos de moral al tratar de equilibrar dos grupos que manejan fuerzas distintas, unos guiados a través de las armas y otros, con el poder de la oración.
Escena para no perderse: La cena con “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky.
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